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Amante Mandarina: De hombres y hombres

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Martes 19 de noviembre de 2024. 9:31 de la noche. Día Internacional del Hombre. El calor es asfixiante, la gotera eterna del lavabo me aturde, y mi copa de vino hoy sabe a caldo agrio. No es una buena noche para escribir, pero decido hacerlo de todos modos. Llevo más de un mes dándole vueltas a esta columna, tratando de hilar ideas, palabras, emociones y, sobre todo, el valor de hablar de ustedes: hombres, mis hombres. Dedicarles más de un par de palabras a todos ustedes que se han cruzado en mi vida parece sencillo, pero no lo es.

Cuando descanso mis dedos en el teclado de mi laptop, intentando arrancar una idea, aparecen tantas caras, nombres y situaciones que me siento un poco abrumada. Escribir sobre los hombres significa recorrer y recordar historias que no siempre terminan bien, otras que se vuelven pura nostalgia y algunas que todavía no entiendo del todo. Porque ustedes, queridos hombres, son un tema complejo, una contradicción viviente que a veces enternece y otras irrita, pero que, sin duda, merece ser contada.

Hoy, entre el calor, la gotera y mi vino al tiempo, voy a intentarlo. Porque más allá de lo que piense de ustedes, de sus luces y sombras, hay algo que no puedo negar: el mundo no sería el mismo sin ustedes, para bien y para mal.

Primer trago: Del amor y el desamor

No sé por dónde empezar, así que voy a hacerlo desde el principio
, con mi abuelo: Diego. Él fue mi primera definición de amor, un amor sin condiciones, sin prisas, celebrado con ternura y lleno de gestos que, al día de hoy, me hacen llorar y sonreír al mismo tiempo. Mi abuelo era un hombre sabio, de esos que parecen anclados a otro tiempo, con una visión que ahora entiendo como adelantada a su época. Han pasado más de diez años desde que se fue, pero su presencia sigue siendo un eco constante en mi vida, un recordatorio de que fui su princesa. Él fue el hombre que me mostró la belleza de la entrega desinteresada, la importancia del respeto y el arte de guardar silencio para escuchar con paciencia.

Recuerdo cómo siempre llegaba con las manos llenas: frutos, juguetes, libros, historias. Cada 13 de cada mes me llevaba un pastel, porque, para él, no hacía falta que pasara un año completo para celebrar mi vida. Era un acto sencillo pero profundo, y hasta hoy lo llevo conmigo como un símbolo de amor genuino, una prueba de que todos los días pueden ser maravillosos si miras a quienes amas.

Mi abuelo era un hombre de ideales firmes. Se carteó con Fidel Castro y el Che Guevara, luchó por sus convicciones y pagó el precio de sus creencias con tiempo en la cárcel. Para muchos, esto podría parecer una rebeldía sin sentido, pero para mí era la prueba de que su pasión por un mundo mejor era inquebrantable. Me enseñó que el amor y la lucha no están separados; ambos requieren entrega total. Pero más allá de sus batallas políticas, lo que más me marcó fue cómo miraba a mi abuela. Sus ojos hablaban de un amor profundo, tierno y respetuoso, algo tan genuino que llenaba la habitación con su calor.

Luego está mi padre, quien me engendró. Mi relación con él es más complicada, llena de matices y cicatrices. Fue el hombre que me enseñó a andar en bicicleta, a saltar la cuerda y a soñar en grande. Pero también fue el primer hombre que me hizo sentir reemplazable. Durante años pensé que siempre habría alguien más digno de su amor que yo, alguien más dulce, más simpático, más “perfecto.” Era joven cuando lo hice padre, y la inexperiencia, sumada a la presión de serlo, creó una distancia emocional difícil de superar.

No puedo ignorar los momentos dolorosos. Fue el primer y único hombre que me ha golpeado con tal fuerza que mi piel se rompió, y, aun así, me dijo “te amo” al final. Nunca entendí cómo esas palabras podían coexistir con ese acto. En ese momento, algo dentro de mí cambió. Aprendí que podía amar profundamente, pero también entendí que no todos tienen la capacidad o las ganas de amarme de la misma manera.

Con el tiempo, mi padre y yo hemos hecho las paces. Hoy lo veo como un hombre que también está en constante reconstrucción, alguien que ha aprendido a amarse y a amar a los demás con más ternura. Es un hombre diferente, y aunque nuestra relación nunca será perfecta, lo admiro por el inmenso amor y respeto que muestra hacia su pareja y por los consejos que, ahora, sí puedo valorar.

Mis tíos Iván y Pierre también marcaron mi infancia. Fueron los hombres que llenaron mis días de risas y juegos, los que me apapacharon y me hicieron sentir la más consentida. Aunque la vida y la distancia nos han llevado por caminos distintos, sé que siempre están ahí para mí. Ellos fueron un refugio de cariño en los momentos más difíciles, y por eso siempre los llevaré en mi corazón.

Y así, entre claros y oscuros, llegó Armando, mi otro padre. El hombre que apareció en nuestras vidas para enamorarse de mi madre y abrir su corazón a un par de niñas desconocidas. Quien escogió estar, para bien, o para mal. Con él descubrí lo que nos enseñan a esperar de un hombre: valentía, trabajo duro, seriedad, fuerza. Pero también aprendí que los hombres ríen, juegan, se emocionan y también esperan. Aunque nuestras personalidades no siempre encajaban, su paciencia permitió que nuestra relación floreciera. Agradezco los abrazos, los consejos y las oportunidades que me ayudaron a crecer. Él me mostró que, incluso en las relaciones más complejas, puede haber espacio para el amor y el respeto.

Segundo trago: No todo lo que brilla es oro.

Después hubo más hombres. Vecinos, compañeros, amigos, amantes. Cada uno con su propio manual de lecciones, con sus aciertos y sus errores, con sus momentos de bondad y sus crueldades. Aprendí mucho, incluso cuando hubiese preferido no hacerlo. Está el hombre que me enseñó que no puedo estar con alguien que no ame a su familia tanto como yo amo la mía. También está el que me mostró que, aunque quieras mucho, a veces puedes ser tan ciego o tan tonto que terminas perdiendo la oportunidad de algo real. Y claro, también aprendí de la crueldad del hombre joven, de lo hirientes que pueden ser cuando no saben amar o ni siquiera intentan hacerlo.

Pero si de aprendizajes se trata, Héctor merece un capítulo aparte. Un hombre 32 años mayor que yo, que llegó en un momento en el que me sentía completamente perdida. Me observó, me abrazó y me hizo sentir amada en un instante en que creía que esa sensación ya no era para mí. Fue el primero, fuera de mi familia, que me regaló rosas. No cualquier ramo, claro: siempre el más grande, el más llamativo, como si el tamaño pudiese compensar lo que faltaba en el fondo.

Héctor me devolvió algo que había perdido: mi fe. Pero no porque él fuera un hombre virtuoso o porque nuestra relación fuera algo digno de enmarcar. No, su papel fue más indirecto. Me acercó de nuevo a mi espiritualidad, y por eso le estaré siempre agradecida. Pero ahí termina mi gratitud. Porque con Héctor también aprendí una de las lecciones más duras: que no todo lo que brilla es oro.

Durante dos años de mi vida, creí en su amor, en sus palabras dulces, en sus promesas vacías. Y sí, me decía que me amaba, pero su amor estaba hecho de coacción y manipulación, no de respeto. Fue el primer hombre que me alejó de mi familia, con excusas disfrazadas de necesidad. “Espérame, quédate,” me decía, y yo, en mi ceguera, lo hacía, dejando de lado a quienes más me amaban. Me alejé de mis amigos, de mis pasiones, de mis buenos hábitos, de mí misma, todo para no herir sus inseguridades.

Con él aprendí que el amor no debería costarte tu salud, tu identidad, ni tu felicidad. Me di cuenta de que no era amor lo que compartíamos; era una prisión. Fui rehén, no pareja. Y aunque en el momento dolió admitirlo, me ayudó a entender que perderme a mí misma por alguien nunca valdrá la pena.

Hoy no hay rencor en mi corazón hacia Héctor. Sólo hay claridad. Lo veo por lo que fue: un hombre que me mostró lo que nunca debo volver a aceptar. Me enseñó que las palabras bonitas pueden ser venenosas, que no todo lo que brilla debe conservarse, y que, al final, lo más importante no es cómo te hablan, sino cómo te hacen sentir contigo misma.

Porque el verdadero amor, el que merece quedarse, no te aísla, no te minimiza ni te destruye. Te construye, te libera y te devuelve a ti misma, no te arrebata. Héctor fue el hombre que me hizo entender que, para amar de verdad, primero debes ser libre. Y, sobre todo, debes amarte a ti misma lo suficiente como para no aceptar menos que eso.

Tercer trago: Crudo.

También quiero hablarles a ustedes, hombres crudos. Quienes no solo me lastimaron, sino que me rompieron hasta lo más profundo. Ustedes, que dejaron cicatrices en lugares que no se ven, pero que siguen doliendo. De ustedes aprendí que no importa cuántas veces intentes ser transparente, confiada y generosa, siempre existe la posibilidad de que alguien te haga pedazos de formas que no creías posibles.

De Daniel aprendí que no a todos puedes llamar amigos, por muy confiables que parezcan, por mucho que te hagan reír o te digan “puedes confiar en mí.” Daniel fue quien, después de un turno extenuante de 13 horas, me convenció de salir a celebrar al carnaval. Fue el hombre al que por primera vez le acepté un trago, porque algo en él me hizo bajar la guardia. También fue el hombre que dijo que quería asegurarse de que llegara bien a casa, pero no lo hizo. Fue el hombre que prometió irse y no se fue. Y también fue el hombre que me violó. Porque no hay otra palabra para eso.

Y no, no quiero regalarle más de mi tiempo ni de mi vida. Daniel me hizo mucho daño, me quebró en mil pedazos, me hirió de una forma que sigue resonando en mi interior. Todavía estoy en ese arduo proceso de sanación, intentando recoger los fragmentos que dejó.

Ese mismo año conocí a Raúl. No era exactamente un amigo cercano, pero veníamos del mismo lugar, y eso, ingenuamente, me hizo creer que podía confiar en él. Pero no. Raúl, con su cara de niño bueno, de inocencia calculada, me demostró que la confianza es un tesoro que debes proteger con celo. De él aprendí que no importa cuántas veces digas “no,” si alguien no está dispuesto a escuchar, no te va a respetar.

Ellos dos me robaron algo más que mi seguridad: me robaron un pedazo de mí misma. Me hicieron sentir sucia, culpable, tonta, como si el error hubiese sido mío por confiar. Me rompieron de maneras que pensé que nunca podría reparar. Pero aquí estoy, aún de pie. Porque aunque me apartaron de mí misma, también aprendí algo valioso: quiero elegirme a mí. Quiero vivir con ojos que aún buscan la bondad en el mundo, aunque a veces sea difícil encontrarla.

Luego está Erik. De él aprendí que incluso la familia puede traicionar, que el pacto patriarcal pesa más que el amor fraternal. Aprendí que todavía hay hombres que justifican lo injustificable, que encuentran excusas para no llamar violación a lo que sí lo es, para no señalar a un violador por lo que realmente es. Sus palabras de “te quiero” estaban vacías, huecas, incapaces de sostenerme en mis momentos más oscuros.

De todos ellos aprendí la lección más dura: la maldad no siempre se ve a simple vista, pero está ahí, incrustada en el hueso, normalizada hasta el punto de que ni siquiera quien la ejerce la reconoce como tal. Y aunque ellos me hicieron sentir rota, también me enseñaron mi propia fuerza. Aprendí que puedo resurgir, que tengo a gente que realmente me ama y que, al final del día, prefiero enfocar mi energía en mi crecimiento y en mi sanación.

Aquí cierro este trago amargo. Porque no merece más palabras, ni más espacio en mi vida. Aprendí de ellos que aunque el daño haya sido profundo, el amor propio y la resiliencia son herramientas con las que puedo reconstruirme. Y eso, aunque me duela decirlo, es lo único que me dejaron.

Cuarto trago: Redención

Y así, entre hombres y hombres, llego a esta nueva etapa que comenzó hace poco más de un año. Aquí están ellos, mis nuevos hombres, quienes me enseñan que sí, todavía puedo confiar; que aún existen quienes tienen la voluntad incondicional de apoyar y estar ahí. Hombres como Rudy y Sam, que demostraron que la amistad genuina es posible, sin segundas intenciones, sin expectativas ocultas. Hombres como César, quien siempre da los buenos días como si con ese gesto quisiera recordarme que el mundo es amable; o Max, que con un café y una charla es capaz de llenar el alma de regocijo. Ellos, con actos simples pero profundamente significativos, me han recordado que los hombres tienen un lugar en mi vida, no para salvarme, sino para compartir, para apoyarme, para estar.

Estos nuevos hombres no buscan la perfección, ni pretenden vestir una máscara de impecabilidad ante el mundo. Son hombres que reconocen sus fallos, que lloran en silencio, que buscan un apapacho, un abrazo. Hombres que escuchan de verdad, que se quedan cuando más los necesitas, no porque esperen algo a cambio, sino porque creen en ti. En su humanidad me han enseñado que el amor, en todas sus formas, puede ser recíproco y profundamente restaurador.

He aprendido mucho de todos ellos. De Uriel, mi cuñado, tanto como de Diego, mi abuelo, quienes han llegado a transformar mi perspectiva de lo que significa el amor y el respeto. Ellos me han mostrado que la vida no es un mundo rígido de blanco y negro, sino una escala infinita de grises deslumbrantes. Los hombres me han enseñado mucho, me han dolido mucho, pero también me han amado profundamente, y sin lugar a dudas, cada uno ha dejado en mí una huella de crecimiento.

Hoy creo firmemente que el amor no siempre es incondicional, y que eso también está bien. Hay condiciones que nutren, que construyen, que dan paz. He aprendido que el amor puede ser tierno, pero también firme; que celebrar no está peleado con señalar los errores y buscar soluciones. Que los apapachos y los regalos no son para endiosar a nadie, sino para reconocer el valor que hay en elegirnos mutuamente, día tras día, como compañeros en esta vida.

Entiendo ahora que el amor no busca transformarte, pero sí te inspira a querer ser tu mejor versión y te transforma. He aprendido que los hombres también anhelan ser abrazados, besados, tocados, escuchados y celebrados. Que cuando aman de verdad, lo dan todo: su fe ciega, su hombro para sostenerte, el abrazo que sana y las palabras que, sembradas en el momento justo, te ayudan a florecer.

La verdadera libertad, he comprendido, radica en dejar ser al otro sin ataduras, sin expectativas que aplasten, con la confianza de que, al final del día, somos la elección mutua y consciente de caminar juntos. Agradezco profundamente a esos hombres que han tenido la paciencia que se le tiene a las mandarinas: paciencia para descubrir conmigo mis heridas, para ayudarme a sanarlas; para tomar mis sueños, gajo a gajo, y sacarles todo el jugo. Ellos, que han nutrido mi pluma, mis letras y mis historias, me han mostrado que la verdadera fortaleza está en la vulnerabilidad compartida.



Sé que tú, quien me lees hoy, quizás te reconozcas aquí o quizás no. Pero déjame decirte: gracias. Gracias por mostrarme la dualidad de la vida. Por compartirme tu amor, tu fe y tu apoyo. Por darme un nuevo lente a través del cual ver el mundo. Por caminar conmigo mientras sano. Por aceptar que no soy una naranja perfecta, sino una mandarina llena de matices, dulce y agria, luminosa y única. Gracias por ser, hoy y siempre, uno de mis nuevos hombres.

Joe,
Armando, Gabriel, Emilio, Samuel, Rodolfo, Alberto, Santiago, Rodrigo, Eduardo, Iván, José Luis, César, Uriel, Diego, Carlos, Luis, Javier, Oziel, Mario, Víctor, Antonio, Braulio, Irving, José, Andrés, Marcos, Francisco, Ramsés, Miguel, Mateo, Sebastián, Leonardo, Matías, Emiliano, Daniel, Gael, Ángel, Alexander, Juan Pablo, Jorge, Max, Manuel, Pierre, Cuauhtémoc, Hugo, Moisés, Tomás, Alejandro, Arodi, Elder, Sergio… 

El Día Internacional del Hombre tiene un valor simbólico profundo, aunque muchas veces pasa desapercibido o incluso se descarta como irrelevante. En una sociedad que, durante siglos, ha centrado el poder y el privilegio en manos masculinas, existe la percepción errónea de que los hombres no necesitan un día para reflexionar sobre sus luchas, desafíos y contribuciones. Sin embargo, la realidad es otra: esta fecha es un recordatorio de que ser hombre también conlleva cargas, expectativas sociales y emocionales que pueden ser invisibles, pero no menos significativas.

El valor simbólico del día radica en abrir un espacio para hablar de temas que raramente se discuten: la salud mental masculina, las altas tasas de suicidio, la presión de ser proveedores, la dificultad para expresar emociones sin ser juzgados, y cómo el machismo, irónicamente, también encarcela a los hombres. Es una oportunidad para cuestionar los estereotipos de género, reconocer el impacto de la masculinidad tóxica y promover una visión más saludable y equilibrada de lo que significa ser hombre.

El motivo por el que esta fecha suele tomarse con poca consideración, a mi parecer, tiene raíces complejas. Por un lado, hay una percepción de que los hombres no necesitan un día especial porque ya tienen “todo el año” para ser celebrados. Esta narrativa, aunque crítica, ignora que el Día del Hombre no es una festividad para ensalzar privilegios, sino un momento para visibilizar problemáticas específicas que afectan a los hombres como grupo social. Por otro lado, vivimos en una época donde las demandas de equidad y justicia para las mujeres han ganado un espacio legítimo e imprescindible. Esto a veces genera un conflicto: ¿cómo celebrar a los hombres sin deslegitimar las luchas feministas? La respuesta está en reconocer que no es una competencia, sino una oportunidad de diálogo, porque avanzar hacia una sociedad más igualitaria beneficia a todos.

Miércoles 20 de noviembre de 2023. 03:57 de la madrugada. Hoy ya no es Día Internacional del Hombre. Entre tragos y reflexiones, llego al fondo de esta copa que he llenado con memorias de hombres. A veces dulces, a veces amargas, siempre humanas. Porque al final, ustedes, hombres, no son dioses ni villanos, sino seres imperfectos, vulnerables, tan frágiles como las historias que los sostienen. Y si algo me queda claro después de todo esto, es que nuestra humanidad —la tuya, la mía, la nuestra— no radica en ser hombres o mujeres, sino en la capacidad de mirarnos sin máscaras, sin etiquetas, y simplemente ser.

Por todo esto, y lo que omití, deseo que construyamos un mundo donde ser hombre no sea sinónimo de carga, donde expresar una lágrima no sea signo de debilidad y donde el amor no lleve cadenas, sino alas. Porque al final del camino, más allá de las heridas y los aprendizajes, lo único que quedará será cómo elegimos amarnos, vernos y acompañarnos en esta travesía que llamamos vida. Y en ese abrazo final, espero que todos, absolutamente todos, podamos reconocernos como iguales: imperfectos, pero infinitamente valiosos.

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