“Cuando un amigo se va,una estrella se ha perdido,la que ilumina el lugar donde hay un niño dormido.”
Alberto Cortez
Muchas veces pretendemos encontrar la inspiración en donde no lo está, perdemos la claridad suficiente para comprender que la tenemos frente a nosotros, nitidez que nunca le faltó al genial Alberto Cortéz. Su estilo fue definido como el de aquél que canta a la vida misma, a las cosas simples.
Pensar en composiciones como ”Mi Árbol y yo”, “Cuando un amigo se va” o “El Abuelo”, legitiman ese mote que adquirió al reparar en las historias mínimas y mundanas, que terminan por ser universales. Como muchas veces sucede, Alberto se puso el disfraz de profeta, pues no fue en Argentina sino en Bélgica donde daría sus pasos más contundentes hacia el salto de calidad. Cortez fue poeta con todas las credenciales, su verdadero talento no estaba constreñido a su color de voz.
Para los clásicos el paso a la modernidad fue un puntapié dado que habría de generar una evolución no solo enriquecedora sino también irreversible a la forma de hacer poesía. A partir de esta ruptura, favorecida por los cambios socio-culturales, políticos y tecnológicos de la época, hemos llegado a una literatura que, en la actualidad, por un lado solapa y escapa de lo real, lo cotidiano, y, por la otra, da cuenta, o más bien refleja, los actos de nuestra vida diaria.
Desde este enfoque, lo cotidiano en la poesía actual, planteó en Cortez la clave de su poderosa tinta. Que la poesía es parte de lo cotidiano, eso es inevitable, en tanto lo cotidiano es inherente a nuestra vida y a todo acontecer que en ella ocurra. La diferencia la establece el poeta utilizando un lenguaje más o menos comprensible, y que dependerá también de su conexión interna con la vida de su entorno, esa conexión que Cortez nos deja en un rincón del alma, pues parafraseando a Eugenio Montejo:
“La poesía cruza la tierra sola, apoya su voz en el dolor del mundo y nada pide, ni siquiera palabras. Llega de lejos y sin hora, nunca avisa; tiene la llave de la puerta. Al entrar siempre se detiene a mirarnos. Después abre su mano y nos entrega una flor o un guijarro, algo secreto, pero tan intenso que el corazón palpita demasiado veloz. Y despertamos”.